A guisa de prólogo [...] Un señó Lorenzo de Tal, mestizo muy formalote y devoto, yéndose de madrugada con su batea y su coca de tarralí, a mazamorrear al río San Lorenzo, saca a las veintidós bateadas otras tantas libras de un oro, el más grueso y relumbrante que en Yolombó se viera. Llena la batea vigésima tercia y… ¡nada! Ni lo negro de la uña asoma en ese disco de madera, pando y bruñido como una patena. Llena otra y… lo mismo; y así, sucesivamente, hasta que lo coge la noche en la faena. Guarda, entonces, todo el oral en su capisayo y tira para su rancho, por senda extraviada, para que nadie vaya a darse cuenta de tantísima riqueza. Métese por una roza y al pasar junto a una cepa carbonizada… ¡tilín!, ¡tilín!, ¡tilín!, ¡tilín! ¡Qué son tan lindo y tan religioso! Es ahí cerca, en la misma cepa. Quiere huir, pero se siente como clavado en el suelo; y, de presto, sale de la cepa una luminaria de lo más hermosa. Dentro de ella se le presentó, muy patente, un señor muy acuerpado y respetable. Tiene en la mano una como balanza, que, en vez de platillos, lleva dos campanillas iguales; y sigue repicando, repicando, como un monacillo primerizo. De pronto cesa y le dice al mazamorrero: “No te dé recelo, tocayito. Yo soy aquel Lorenzo a quien asaron en parrilla, por Nuestro Señor Jesucristo. Atiende bien lo que voy a decirte: te he dado veintidós libras de oro de mi río, porque eres cristiano humilde, fervoroso e incapaz de quitarle a nadie un pelo de la ropa; mas no quiero que las riquezas te dañen el corazón. De este oro no darás el quinto al Rey, porque no es justicia. Gastarás dos libras en tu familia; pero con tal disimulo, que nadie note que las tienes. Las veinte restantes las guardarás, de tal modo que nadie sepa su existencia. Con ellas y con las limosnas que recojas en mi nombre, me levantarás un templo aquí, en este mismo punto en donde estamos. Mandarás a labrar mi imagen a Quito, y que le pongan en las manos las insignias de mi martirio y estas dos campanillas que te entrego. + Leer más |