Somos de esa generación que se crio en el más puro costumbrismo y que no solo sobrevivió, sino que lo lleva por bandera con orgullo y cierto puntito de nostalgia. Que nuestros padres vinieran de la miseria, y que se transformaran en urbanitas y asalariados de bien, nos ha dado armas para sentarnos con la espalda bien recta en un Chester de cuero negro mientras un señor con delantal (también de cuero) nos prepara una pecera en la que las escamas han sido sustituidas por hielo y cardamomo y por la que nos clava la friolera de veinte euros. Pero sonreímos y nos lo tomamos con una educación exquisita y echando de menos los torreznos del bar Sebas. Una generación de Paquita Salas pidiendo que nos devuelvan nuestro "domain". Esa generación se ha hecho fuerte a base de realidad, de madres poderosas y familias sostenidas por el trabajo, el ruido y la vecindad; de tapetes de ganchillo y paella los domingos en unas casas que ya no están, que no existen, que se vendieron porque aquellos que las compraron duermen ahora a la sombra de un ciprés. Los que idearon ese mundo se han ido y nos han legado la satisfacción de creer que podemos con todo, que nos subiremos mil veces a cada montaña rusa sin vomitar y que no hay tren de la bruja que consiga asustarnos. Que el parque de atracciones jamás cerrará. + Leer más |