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Crítica de balborraz


balborraz
09 August 2021
Hubo un tiempo en el que viajar estaba asociado a la adquisición de conocimientos y a la apertura de mentes; después llegó «el progreso», de la mano de la globalización imperante, y su prestidigitador marketing nos ofreció un suculento abanico de viajes y circuitos predefinidos convenciéndonos, como buenos borreguitos, de qué lugares deberíamos visitar si no queríamos ser menos que el borreguito de nuestro vecino de enfrente; máximas facilidades de contratación a precios de saldo facilitaron la posibilidad de que todos viéramos las mismas cosas, que curiosamente eran las mismas que ya habíamos visto antes de iniciar ese viaje en cientos de videos, blogs y fotografías de las redes sociales.

Si el Ciro Bayo de turno del Siglo XXI quisiera viajar de Madrid a Barcelona tendría decenas de vuelos diarios que en menos de hora y media le trasladarían del origen al final de ese trayecto, sin mayor interés para el lector, caso de querer plasmarlo por escrito, que aspectos ajenos a ese monótono viaje.

Pero el Ciro Bayo que nos ocupa consta que nació un 16 de abril de 1859, y para redactar El lazarillo español no se le ocurrió otra cosa que viajar de Madrid a Barcelona pasando previamente por Sevilla, abonando el terreno al segundo de los Machado para aquello de «Caminante, no hay camino…», marcándose una tournée de casi 3 meses sin apenas un duro en el bolsillo. Aunque el autor no confiesa la fecha del viaje más allá de que comienza en junio y finaliza un 24 de septiembre de un año «malo, muy malo para mí, tanto que ni de su fecha quiero acordarme», es presumible que corriera el año 1894, pues en uno de los capítulos de esta ‘Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso', epígrafe que lleva por subtítulo, confiesa tener la edad de 35 años; en cualquiera de los casos es razonable que realizara el viaje antes de 1903, fecha en la que falleció el torero Antonio Reverte, quien se anuncia en la terna del cartel de otro de los capítulos de la obra.

De lo que no quedan dudas es que la primera edición de ‘El lazarillo español, Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso' vio la luz en 1910, y que fue publicada con prólogo de Azorín, recibiendo un año más tarde el premio Fastenrath de la Real Academia Española, edición a la que ese mismo año también se presentó sin éxito ‘El árbol de la ciencia' de su amigo Pío Baroja, tal y como cuenta este último en sus memorias. Con estos antecedentes, no deja de ser curiosa la deslucida supervivencia de esta obra que la Editorial Drácena rescata del purgatorio de los libros olvidados, recobrando a un autor cuya biografía novelada sería tanto o más apasionante que cualquiera de sus obras, y que Ramón María del Valle-Inclán ya representó en el personaje ‘don Peregrino Gay' de su obra teatral ‘Luces de Bohemia'.

No se acerque el lector a este lazarillo como si de una guía de viajes se tratara, ni espere capítulos equilibrados; Ciro Bayo se limita a reseñar, a su libre albedrío, aquellos aspectos del camino, (o de los sitios por donde va parando), que atrapan su atención, logrando un texto poco uniforme que liga tramos de ritmos lentos y abundancia en descripciones y detalles, frente a otros donde la celeridad marca la pauta. El verdadero valor del Lazarillo español radica en los escasos testimonios directos de una época a los ojos de un escritor español, en tiempos en los que tantos extranjeros llegaban a escribir sus impresiones sobre España, la mayoría cargados de prejuicios e imprecisiones por su ignorancia del idioma o sobre la cultura de sus gentes.

Nuestro protagonista recorre aproximadamente 2000 kilómetros por conocidas localidades de las provincias de Madrid, Toledo, Ciudad Real, Jaén, Córdoba, Sevilla, Málaga, Granada, Almería, Murcia, Alicante, Valencia, Castellón, Tarragona y Barcelona, la mayoría a pie, aunque también en vagón de mercancías, carro militar, mula y balandro. En ocasiones todo nos es muy familiar, como los nombres de las calles por las que va pasando, muchos de los cuales aún perduran, y personajes cuyas generaciones llegan hasta nuestros días como el caso del ganadero Miura, en cuyo cortijo comían muchos pobres de la zona; otros aspectos nos darán magnitud de la distancia, al reflejarse oficios que se han ido perdiendo, como los de peón caminero, guardavías, aguador o carabinero, u otros cuya imagen queda lejana, como la Guardia Civil patrullando con un sable por arma. No faltan en las andanzas de nuestro personaje interacciones con bandidos huidos de la justicia, gitanos, cómicos feriantes, y sobre todo mendigos, pues Ciro Bayo viaja viviendo de la caridad pese a no renunciar a trabajos ocasionales. A lo largo del texto son continuas las referencias a ritos, costumbres, anécdotas, refranes y todo tipo de historias, así como a escritores de otros siglos a las que en esta edición de Drácena es fácil ubicar, dadas sus aclaraciones a pie de página.

Acompaño unos ejemplos sobre el tipo de reflexiones(1) que encierra la obra, y de cómo pese a estar publicada hace más de 100 años, Ciro Bayo era consciente de los cambios que se aventuraban(2), plasmando con precisión(3) fotografías de la época, sin perder oportunidad de denunciar aquellas rastreras situaciones con las que se iba encontrando, muchas de las cuales han llegado hasta nuestros días(4).

**
1 «Una ciudad de muertos se parece en un todo a otra ciudad de vivos. Aquella, como esta, tiene sus barriadas de ricos y de pobres, casas de mármol o de ladrillos, pisos altos y bajos y en cada cuarto, o siquier nicho, el nombre del huésped, acompañado casi siempre de su filiación».

2 «Lector: ¿viste alguna vez una pisa de uvas en el lagar? ¿No? Pues procura verla cuanto antes, porque muy pronto el empleo de la máquina de prensar habrá matado esta fiesta pagana».

3 «Era una casa pequeña de un solo piso; arriba un pasillo con las alcobas, y abajo, a estilo de posada, la cocina, el patio y la cuadra. […] la buena mujer me enseñó la alcoba, ayudó a Juan a poner mi baúl al pie de la cama, puso agua en la jofaina de un palanganero de hierro por si quería lavarme, mueble que con una percha y una silla, amén de la cama, llenaban el dormitorio».

4 «A la codicia del casero se añade la de los arrendatarios. Cada uno de estos trata de sacar de balde el alquiler, hipotecando su comodidad, el sosiego doméstico y el poco aire respirable de la habitación mediante el sistema de realquilar.
Esto de realquilar era corriente en las grandes urbes a causa de la carestía de las habitaciones, a lo que se fue ocurriendo con la construcción de barriadas para obreros; pero en Madrid no se preocupan de esas cosas, antes por el contrario, tienen por típico, por muy madrileño, esos conventillos, colonias, casas de vecindad o “casas de tócame Roque”, clase de vivienda muy pintoresca para vista en revistas y zarzuelas, pero asquerosa y molesta para vivida».
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