En Guayaquil nunca conocí la amplitud, todo era diminuto o abarrotado. Ahora todo se extiende, todo aparece con su intensidad gris azulada y verde: es la piscina larga y rectangular que en las tardes, cuando ya todos los alumnos se fueron a sus casas, en esa soledad única de las escuelas después de clases, en las horas muertas en que el silencio parece más total que en cualquier otro lugar del mundo, muestra en su agua inmóvil el paisaje del cielo, las nubes estáticas, la grisura del cielo invernal, todo reflejado también para abajo con el blanco apenas glauco y subacuático de las baldosas cuadradas de las paredes y el fondo.