Historia de un gato

No sé cuando dejaré de sentir el nudo en el corazón y las tripas cada vez que miro los lugares donde Oye ya no está.

No sé cuánto tiempo tardaré en dejar de oír movimientos imaginarios en su bandeja de arena en mitad de la noche, o el sonido de sus patas al caminar, o el golpe seco de su saltos de la cama al suelo, o de notar su peso sobre mis piernas.

No sé cuándo tendré fuerzas para quitar sus objetos de casa o me decidiré a dejar abierta la puerta del balcón de una vez porque él ya no saldrá a comerse el helecho.

No sé cuántos días me llevará darme cuenta de que ya no duerme pegado a mi espalda y que puedo recostarme sin cuidado en la silla.

No sé si alguna vez dejaré de estar triste.

Tampoco sé si quiero que esto pase.

Los que tenemos la suerte de convivir con animales sabemos que son ellos los que nos eligen a nosotros. Podemos llamarlo conexión, energía, amor; poco importa la etiqueta: sabemos a la perfección lo que se siente.

Los gatos llevan siglos inspirando y seduciendo a artistas en todos los rincones del mundo, desde el antiguo Egipto, donde eran considerados encarnaciones de los dioses, hasta la actualidad, cuando somos muchos los humildes humanos que seguimos adorándolos como si lo fueran.

Lo cierto es que no sé vivir sin animales, sin cuidarlos y disfrutar de su compañía, sin dar rienda suelta a las ganas de acariciar a todos los animales que voy encontrando en el camino.

Hay motivos de todo tipo por lo que muchas personas decidimos llevar una imagen en la piel para toda la vida: los tatuajes simbolizan algo íntimo; son, de algún modo, un compromiso con uno y con lo que amamos.

Pierdo la noción del tiempo entre caricias y ronroneos. Me fascina su despreocupación hacia todo, y también la elegancia innata de sus movimientos, ese estado de alerta constante y siempre soberbio, conscientes de que tienen todo bajo control.

No sé cuándo dejaré de sentir el nudo en el corazón y las tripas cada vez que miro los lugares donde Oye ya no está.
No sé cuánto tiempo tardaré en dejar de oír movimientos imaginarios en su bandeja de arena en mitad de la noche, o el sonido de sus patas al caminar, o el golpe seco de sus saltos de la cama al suelo, o de notar su peso sobre mis piernas.
No sé cuándo tendré fuerzas para quitar sus objetos de casa o me decidiré a dejar abierta la puerta del balcón de una vez porque él ya no saldrá a comerse el helecho plumoso.
No sé cuántos días me llevará darme cuenta de que ya no duerme pegado a mi espalda y que puedo recostarme sin cuidado en la silla.
No sé si alguna vez dejaré de estar triste.
Tampoco sé si quiero que esto pase.

Quienes tenemos la inmensa suerte de convivir con animales sabemos que son ellos los que nos eligen a nosotros.