Una habitación propia de Virginia Woolf
Pero había llegado a la puerta de la biblioteca. Debí de abrirla sin darme cuenta, porque al instante, como un ángel custodio que me impedía la entrada con un revoloteo de faldones negros en lugar de alas blancas, apareció un disgustado y canoso aunque amable caballero, que, en voz baja, mientras me hacia señas para que me alejara, lamentó comunicarme que las mujeres sólo podían entrar en la biblioteca acompañadas de un profesor o provistas de una carta de presentación.
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