Sandra Barneda

Llegar a los recuerdos lleva su tiempo, y mucho más si el dolor está presente.

El amor es una flor que todos deseamos poseer pero a la que pocos saber darle el riego y el cuidado que necesita

Los rasguños del alma no siempre tienen dueño. A veces se despiertan para que aprendamos lo que hemos venido a hacer en esta vida.

Solo el amor puede coser el agujero de las ausencias.

Todos buscamos recuperar a nuestros muertos o, por lo menos, sentir su presencia.

El viejo orden no concebía que las mujeres llamaran a la puerta de la sociedad y quisieran participar dando su opinión en famosos salones literarios de París o Londres. Eran consideradas débiles, demasiado sensibles, sentimentales y poco capacitadas para el pensamiento racional. Las mujeres vivían en sus jaulas de oro y apenas se les permitía salir de ellas, solo podían encargarse de darles brillo y de que fueran las jaulas más bonitas. Muchos vivían empeñados en sostener este disparate.

A veces envidio a los que viven en la ignorancia, mi querida Elisabetta. El saber, en ocasiones, nos acobarda.

Hay muchos seres ausentes, poseídos por la nada, absorbidos por el tormento, atrapados en la telaraña invisible que amianta las emociones para soportar la existencia. Cuando el dolor atraviesa un alma rota, es preciso rescatarla abriendo una ventana directa a la vida.

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Se arrepentía de haberle contestado de aquel modo, pero cuando apuñalan a la memoria en las emociones, nadie puede saber qué espada va a usar para defenderse.

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El duelo le había hundido la mirada y, aunque se acicalaba a diario para disimular el peso de la ausencia, la holgura en la ropa señalaba que los muertos se llevan mucho más que los veintiún gramos de su alma.

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*Una leyenda japonesa habla de un hilo rojo invisible que conecta a las personas que están predestinadas a encontrarse. Por muchas vueltas que dé la vida, terminarán coincidiendo y, aunque se alejen, ese hilo se expandirá a través del infinito espacial y nunca se romperá porque a veces una ausencia no es vacío, sino plenitud.*

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Todos estamos presos del río de emociones que corren dentro de nosotros, que gobiernan nuestros días, que nos modifican y nos confunden.

A veces el rencor y la dificultad de perdonar a los nuestros por sus errores nos convierten en seres despiadados.

La vida, aunque lo deseemos con todas nuestras fuerzas, jamás se detiene. No permite aliente de descanso, un alto en el camino, ni tampoco se apaga cuando lo pretendemos. La vida es una vuelo libre y nos empeñamos en manejar su rumbo.

Solo hay algo más fuerte que la voluntad: el amor. Aunque a veces nos hable en un lenguaje que no sabemos interpretar.

...la vida es un continuo reaparecer en la casilla de salida. Un viaje que nos hace tolerantes a la frustración al ver cómo nuestras creencias más férreas se nos quedan en el camino y comprobar que nada de lo planeado será como queríamos.

Cuando las verdades que han estado toda una vida enterradas salen a la luz, las consecuencias llegan como un tsunami y son incalculables y devastadoras.

Llevaban mucho tiempo conviviendo con la costumbre de anular el dolor a base de ignorarlo.

Una vida es demasiado corta para el amor verdadero y por eso las almas vagan por las distintas existencias buscando desesperadamente a su otro yo.

Otra progenitora que ignoraba que la vida de los hijos les pertenece desde el mismo momento que le lloran al mundo

Él sabía que los muertos no hablan para ser entendidos, sino para que el sentido llegue cuando estemos preparados

Vivimos sin saber que nuestros traumas gobiernan nuestra vida.

¿Por qué necesitamos hacer cómplices a los demás de nuestros errores?

La vieja cortesana sabía que los buenos tiempos se habían acabado. Eran siervas del placer, del fornicio y de la perversión, pero era consciente de que el destino de la mayoría era la mendicidad. Condenadas a pasear solo los sábados, a resguardarse y sufrir ataques de cualquiera sin derecho a defenderse. Con los años, su desprotección había aumentado. Se encontraban recluidas; estaban obligadas a vivir en un único sestiere, el Rialto, sin distinción de rango ni fama. No eran bien vistas por los puritanos que cada vez llenaban más los canales. Solo para fiestas señaladas, como la de Ca Massari aquella noche, se permitía a las Foscas gozar de la misma libertad que al resto.