La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa
«Quizá me expulsen a mi también», pensó el Esclavo. Salió del cuarto de Huarina. Nadie podía haberlo visto, después del almuerzo los cadetes se tendían en sus literas o en la hierba del estadio. En el descampado, observó a la vicuña: esbelta, inmóvil, olfateaba el aire. «Es un animal triste», pensó. Estaba sorprendido: debería sentirse excitado o aterrado, algún trastorno físico debía recordarle la delación. Creía que los criminales, después de cometer un asesinato, se hundían en un vértigo y quedaban como hipnotizados. Él solo sentía indiferencia. |