Todo el texto denota una indiferencia atroz, que antaño pudo ser odio, hacia la sociedad de entonces (y la actual) marcada por el dinero, el tiempo, las imposiciones sociales y el trabajo esclavizador. Si la sociedad no puede cambiar y no me ajusto a ella, ¿qué más se puede hacer sino abandonar la vida? En 1925, con 55 años, Henri Roorda se pega un tiro. Y como último legado deja este librito corto, pero sumamente profundo, dando visibilidad a una forma de morir que parece prohibida, tabú, propia de bohemios, románticos empedernidos, débiles y degenerados. Sólo en España, en 2018, hubo 3.539 personas que se quitaron la vida. Y aquí está este hombre para romper tabúes, prejuicios y esquemas; porque Roorda fue un librepensador, pedagogo y profesor de matemáticas que disfrutaba de los placeres terrenales, un dandi cuya felicidad conseguía al zambullirse de lleno en la música, la poesía, el alcohol, la comida exquisita… Hedonismo o la búsqueda incansable del placer, el gozo y el disfrute. ¿Una vida condenada a acabar así? ¿Se puede tener una vida plena cuando sólo hay placer de por medio? “Hay existencias anormales que conducen de manera natural al suicidio. Eso es todo”. A lo largo de los 10 capítulos cortos, hay pequeñas dosis de filosofía y reflexiones del autor sobre la sociedad, el dinero, los buenos ciudadanos, la moral, la vejez, el amor y el pensar en el futuro. Esta novela no sólo me ha gustado, es que la he entendido a la perfección, sus motivos, sus porqués y su visión de la vida. Henri Roorda no estaba loco ni deprimido, sólo que vivir así no le merecía la pena. Y decidió partir, no sin antes dejarnos este maravilloso epitafio que os recomiendo: “Soy un jugador que no pediría otra cosa que continuar jugando, pero no quiere aceptar las reglas del juego”.
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