Eva Ariza Trinidad
Él siempre se aferraba a cualquier pretexto para transformar el día a día en algo que no fuera cotidiano: los encargos eran misiones; los imprevistos, indicios de un plan aún desconocido; y Carol solía alimentar esa mirada quijotesca siguiéndole el juego, no porque fuera como él, sino por una suerte de aceptación de que en la vida pasan cosas y, en ocasiones, no está de más dejarse llevar. Normalmente, los protagonistas de las historias de ficción son memorables porque tienen un rasgo excepcional: poderes telequinéticos, una capacidad mágica que debe desarrollar tras un largo período de aprendizaje, pedir deseos que se cumplen en un mundo paralelo al que viaja, o un corazón insólitamente bondadoso. Sin embargo, como suele ocurrir con la mayoría de nosotros, Carol era a simple vista una chica corriente, con sus particularidades, pero todas enmarcadas dentro de la normalidad: era bastante prudente, aunque, cuando algo no le gustaba, no tenía reparo en mostrarse enfadada ni en defender aquello en lo que creía; no era excesivamente ordenada ni excesivamente caótica; de naturaleza alegre, si bien con algunos momentos melancólicos; y solía llevar a cabo lo que planeaba, pero se adaptaba bien a los contratiempos. En definitiva, Carol era una chica normal, dentro de lo que se entiende por «normal», pese a que la normalidad no existe, porque no hay dos personas iguales; porque los rasgos normales son distintos en cada uno de nosotros, y esto solo se percibe al observarlos con detenimiento, como la peca bajo el ojo izquierdo de Carol, una peca más a simple vista, cuya forma de media luna solo se percibe cuando nos despojamos de la mirada alienadora de lo que se considera normal y descubrimos los matices de la realidad que tenemos enfrente.
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