Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector
Dio una carrerita y se paró, mirando sin curiosidad las pare‑ des y el techo que rodaban y se desmoronaban. Anduvo de pun‑ tillas pisando las tablas oscuras. Cerró los ojos y empezó a an‑ dar con las manos extendidas hasta encontrar un mueble. Entre ella y los objetos había siempre alguna cosa, pero cuando cogía aquella cosa con la mano, como si fuera una mosca, y después la miraba —tomando grandes precauciones para que no se esca‑ pase—, encontraba solo su propia mano, rosa y decepcionada. ¡Ya lo sé, es el aire, el aire! Pero no servía de nada aquello, nada explicaba. Ese era uno de sus secretos. Nunca se permitiría con‑ tarle a nadie, ni siquiera a papá, que no conseguía nunca agarrar «aquella cosa». Lo que de verdad más le interesaba no lo podía contar. Solo decía tonterías cuando hablaba con las personas. Cuando le contaba, por ejemplo, algunos secretos a Rute, luego la odiaba. Lo mejor era callar.
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