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La hija del boticario de Charlotte Betts
Había pasado sus veintiséis años de vida en la botica, y esta albergaba sus recuerdos más preciados. Mientras medía ingredientes y mezclaba el ungüento, sin dejar de tararear, rememoró cómo Tom y ella, de niños, aprendieron a sumar contando píldoras. Recordó los experimentos con la balanza, su fascinación al ver que un enorme manojo de salvia seca pesaba exactamente lo mismo que una minúscula porción de plomo. En el gran almirez de piedra, el mismo que utilizaba ahora, había preparado mezclas extraordinariamente pegajosas de grasa de cerdo, albayalde y trementina como bálsamo para las quemaduras. Había aprendido a leer estudiando las palabras, en latín, pintadas en los tarros alineados contra las paredes y, más tarde, a escribir siguiendo la exquisita caligrafía de su padre en las etiquetas pegadas a las hileras de cajones de madera.
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