Dos novelas cortas que se leen como una sola. Fusselman combina el diario personal con el relato neorrealista, el exhibicionismo con la ocurrencia metafísica. El sonido azul de fondo parece emerger de los cuadros de Edward Hopper. Las palabras, sin embargo, emanan de algún diván psicoanalítico. El Diario de abordo es un réquiem. Es una plegaria profana. El embarazo es un evento subordinado al procesamiento de la muerte de su padre. La narración es transparente en lo emocional, un poco cursi. Ocho tiene otro registro. Es una novela rota. Está partida al medio. Sin embargo, no desespera del absoluto para deleite del lector lacaniano. Este atributo es menor, aunque parezca mayor. Lo mejor está en otro lado. Hay un abismo literario que separa dos mundos, el sensorial y el metafísico. Esto ocurre más en Ocho que en Diario, a pesar de su doble relato entrelazado. Ocho se polariza en las percepciones, sobre todo en lo táctil. Pero también se polariza en ideas abstractas. El ocho obsoleto que en patinaje dibujan en el hielo es un objeto extraño, un simbolismo voluntarista que intenta unificar dos mundos infinitamente distantes en Fusselman, los sentidos y las ideas. Ese ocho es desesperación, es repetición. Es un fracaso, pero no desalienta porque Fusselman sospecha que ese fracaso es obligatorio. Como logra intuir su propio recorrido filosófico, deriva en una especie de celebración literaria. Algo lánguida, pero celebración al fin. Creo que es literatura en transición. Dan ganas de ver en qué se transforma. O se vuelve nihilista, o muta en sabiduría literaria, una Wharton, un Capote, un Melville, un Ashbery. Para seguir leyendo a Fusselman. Excelente edición de Chai Editora.
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