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Monteperdido de Agustín Martínez
Raquel le chistó para que no hiciera ruido ni llamara a las niñas. «No te muevas», le dijo. El ciervo caminó hasta donde estaban sentadas. Hundía ligeramente sus pezuñas en la nieve. El sol le daba a su pelo un tinte cobrizo. Le parecía más alto que ningún otro ciervo que hubiera visto antes. Un gigante. Cuando estaba a sólo unos metros, Raquel cerró los ojos de nuevo. Lo imaginó pasando a unos centímetros de ella, deteniéndose un instante para mirarla, para olerla. Pudo sentir su aliento. Como si fuera la respiración de ese pueblo, de esas montañas. Cuando volvió a abrir los ojos, el ciervo ya no estaba. Las niñas se lanzaban bolas de nieve entre risas. Supo que esa imagen se quedaría grabada en su memoria. Que, con el tiempo, volvería a buscarla en sus recuerdos, como el que busca la protección del hogar. |