Estampas bostonianas y otros viajes de Rosa Montero
El tópico de la soledad de la sociedad moderna ha sido creado en Estados Unidos, y es ahora, aquí, cuando empiezo verdaderamente a comprenderlo. Tocarse no se tocan: el contacto físico no existe. Los amigos, a la hora de despedirse, se quedan en el quicio de la puerta, basculando su peso sobre unos pies inquietos, sin saber cómo decirse adiós diciéndose al mismo tiempo que se quieren, sin saber palmearse la espalda o darse un beso. — Si besas en la mejilla a los hombres, o si les coges del brazo, muchos se van a creer que es que te estás insinuando—me advirtieron al verme sobona en demasía. Y, sin embargo, en lo exterior es una sociedad muy amable. Existe esa cortesía en el trato, ese respeto callejero, esa admirable costumbre de lo cívico. En España nos pisoteamos en las colas, nos insultamos en los coches, nos gritamos en las ventanillas burocráticas, nos pegamos por coger la última mesa en un café; nos maltratamos, en fin, con toda saña, y en conjunto nos comportamos como salvajes. Nada de esto se advierte en Norteamérica. Pero por debajo de este suave convivir hay un vacío, una rígida ritualización de las relaciones amistosas, una pérdida de intimidad y de presencia, ¿Qué les sucede a los norteamericanos, en qué grado de soledad y de ensimismamiento viven? Esa falta de con tacto con los otros, esa carencia de espejos afectivos, ¿no está en la base de la sinrazón, de la locura? Extremando esta reflexión y llevando el argumento al paroxismo, todos esos psicópatas, esos tiradores que se apostan en las terrazas estadounidenses para abatir peatones, esos desesperados que ametrallan sin un porqué a los clientes de una hamburguesería, ¿no serán un producto último de la disociación más absoluta, del abismo entre ellos y los otros. de la total ausencia? |