Intento llorar, no lo consigo. Su muerte está más allá de cualquier duelo.
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Intento llorar, no lo consigo. Su muerte está más allá de cualquier duelo.
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Es como si existiera gente de la que quisiera vengarme con un bonito cadáver. Existen casas, tresillos, alfombras, melodías, profesores contra los que me gustaría rebelarme.
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Entre mi padre y mi madre no parece haber ninguna calidez, ningún cariño. Con cada gesto, mi madre deja bien claro que mi padre no le gusta nada como hombre.
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Constituyen una multitud de cientos de miles extirpada de sus casas de adobe e instalada en guetos que se extienden más allá de grandes y viejos patios de cemento que apestan a moho, que ha de moverse por amplios bulevares de asfalto en lugar de caminos de tierra, condenada a ir perdiendo su identidad por el miedo y por una evidente presión.
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Sé que nunca volveré tras esas puertas. Que nunca volveré a vivir semejante miseria. Que tengo que resistir. Lo que me cura no es el tratamiento electroconvulsivo. Ni los medicamentos. Lo que me cura es el inmenso y profundo miedo que me da que me encierren de nuevo en esas clínicas.
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(Años después, en la humedad y la penumbra del amanecer en Estambul, al ver a los niñitos de primaria yendo al colegio con sus uniformes negros y aprendiendo los mismos poemas patrióticos que he sido incapaz de borrar de mi memoria, no puede evitar pensar: «No hemos corregido ningún error». Me gustaría dispersar las nubes, coger el sol en mis manos, correr con ellos por las colinas, vivir con ellos entre los árboles, el viento, el sol, la lluvia, la gente).
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Me obsesiona la idea de la muerte. Día y noche pienso en matarme. No tengo ninguna razón específica. Si vivo, bien; y si no, también. Es solo una inquietud. Una inquietud que me impulsa a intentar matarme.
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¡El afecto que albergan los varones turcos de la generación de mi padre por el Ejército y el servicio militar es desmedido!
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_________Cerditos