La edad de la inocencia

Nueva York, finales del XIX. A Newland Archer no se le puede presentar un futuro más prometedor: es un joven heredero a punto de casarse con la bella y virtuosa May Welland. Pero la llegada de la prima de May, Ellen Olenska, huyendo de su marido, un conde polaco, le hará replantearse sus convicciones y certezas.

Ante el escándalo e indignación de la alta sociedad neoyorquina (una esposa NO PUEDE abandonar a su marido), Archer adopta una perspectiva más comprensiva y moderna: ¿ no debería tener la mujer la misma libertad que un hombre? Pero la realidad es que vive en una comunidad asfixiante, que castiga a quien se salga del rol establecido, sea hombre o mujer. Peor aún, no importa tanto que alguien infrinja sus constreñidas normas sociales, sino que no disimulen que las siguen cumpliendo. Es una sociedad de apariencias, donde se premia la hipocresía por encima de todo. Y Madame Olenska es un espíritu libre, un torbellino que pondrá patas arriba a esta élite que no puede permitir que se cuestione este modo de vida, aunque sea inconscientemente.

Archer no puede evitar caer embelesado ante la arrolladora personalidad de Olenska, una mujer inteligente, irónica y desafiante, con la que mantiene conversaciones apasionantes. Es la antítesis de May, que ha sido educada, como el resto de jóvenes de alta cuna, para cumplir a la perfección el papel de esposa abnegada sin ideas propias. Ambas representan para Archer dos futuros contrapuestos: la vida tangible y acomodada, “lo que hay que hacer”, frente al ideal al que aspira de manera abstracta, siguiendo su deseo y libre albedrío.

Leer a Edith Wharton ha sido una delicia: su estilo es elegante y refinado, repleto de belleza formal, y no exento de sutil ironía. Hay un momento en el que Olenska, lúcida, dice “y mientras tanto, supongo que en alguna parte vive gente real, y que le suceden cosas reales”. Esta es la clave de esta novela, son personas que viven en su propia burbuja social, con reglas absurdas autoimpuestas, y dramas y escándalos que no lo son tanto. El equivalente decimonónico de nuestros “problemas del primer mundo”.