Soy de las personas a las que les gusta el silencio y, también, de las que odian a las moscas. Quizá porque, a pesar de tener una gran capacidad para concentrarme, el vuelo de esos insectos hace que mi mente desconecte de lo que estoy haciendo y no pueda pensar más que en ese molesto zumbido que se amplifica por momentos. Odio el calor y todo lo que provoca. Soy de invierno, aunque en pleno enero haya muchos que me llamen loca. No soy de hablar por hablar, suelo hacerlo solamente cuando me da la gana, sin atender demasiado a lo que la sociedad espera de mí ni a lo que mi interlocutor cree que es un comportamiento educado. ¿Hablar por hablar? Eso sí que no. Por todas estas cosas (y por muchas más) he encontrado en este libro un lugar en el que sentirme tan profundamente incómoda que al final no me ha quedado más remedio que amoldarme a él. Y disfrutarlo al máximo. Con su eterno verano, sus personajes carentes de amor y sus hordas de moscas. |