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Julio Verne era el eterno pendiente. Quería leerlo, pero nunca lo hacía en un bucle infinito de autoconvencimiento de que el año en cuestión sería el último sin conocer un libro suyo. Hasta este año, por culpa del verano que me llevó a Vigo. En esta ciudad, Julio Verne pasó unos días y dedicó un capítulo de 20.000 leguas en viaje submarino a su bahía. La ciudad, a cambio, le dedicó una estatua en el puerto. Como 20.000 leguas no me llamaba y la biblioteca paterna tenía La vuelta al mundo, la decisión fue fácil. El señor Fogg es un hombre lógico, organizado y flemático hasta el extremo. Ha hecho una apuesta afirmando que puede dar la vuelta al mundo sin superar los 80 días, comienza el viaje al instante, y pese a todas las dificultades nunca deja ver ni una migaja de nerviosismo o emoción en general, porque todo forma parte de su plan perfecto que contempla todo tipo de eventualidades. Desde siempre, he oído decir que Julio Verne fue un visionario que se adelantó a los inventos reales, y lo cierto es que se nota que tenía una capacidad imaginativa y una inteligencia considerables. Lo he leído y me ha gustado, he viajado y me ha parecido bien escrito, pero no he acabado de meterme al 100%, como si la flema antiséptica del señor Fogg invadiera la prosa, enfriándola. Las partes más técnicas se me han hecho pesadas. En cambio, la relación con Passepartout me parece muy conseguida y él es un personaje muy chulo. También, me ha encantado la tranquilidad del señor Fogg para hacer pasar las cosas más inverosímiles por las más normales. O sea, que por lo general, bastante bien. Ahora, no quiero ni imaginar la vida que le espera a Aouda. |
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