No dejar que se apague el fuego

 Mi abuela veía los partidos del Real Madrid como si en ellos se jugara la paz mundial. Creo que, en realidad, la paz mundial le importaba bastante menos. Veía los partidos sin volumen y se pegaba un viejo transistor a la oreja para oír los goles en estéreo y verlos cuando ya sabía que habían sucedido. Ella vivía a su aire, pero siempre un paso  por delante de todos nosotros.
   Durante un tiempo tuvo problemas de vista y, cuando entrábamos por la puerta, aleatoriamente, nos decía que nos acercáramos para poder vernos mejor. al final descubrí que la petición no era tan aleatoria y me tuve que reír cuando comprendí cómo se medían los centímetros a los que su vista alcanzaba: en cariño. Nunca soportó a los lacios. A esos no les pedía que se acercaran; pero los veía, claro que sí.
   Hace muchos años que ella ya no está, pero con este libro he empezado a echarla de menos mucho más que nunca. Me gustaría que estuviera aquí para recoger las cosas que se le caen al suelo, escucharla soltar sapos por la boca a la menor ocasión. Para verla disfrutar saltándose la misa de los domingos; oírla reír refiriéndose a las personas de su edad como "esas viejas". Ella también creía que todos tenemos un fuego dentro, y que no debemos dejar que se apague.
   Salgo de este libro queriendo recordarla siempre con sus ganas de vivir y de que todos vivamos, con todas esas cosas que me avergonzaban de niña y que ahora me parecen la bomba. Daría lo que fuera por hacerla feliz una vez más; por poder contarle que he estado leyendo sobre una abuela como ella y que espero vivir el tiempo suficiente para poder escribirle un libro como este.
No sé si éste será el libro del año, pero los que han estado a mi alrededor mientras lo leía dicen, basándose en el volumen de mis carcajadas, que tiene pinta de que sí.