Sinsonte

Pocos géneros tan estimulantes como aquella ciencia ficción que se despoja de su “ciencia”, maquinismo y tecnojerga para vestirse de calle y abundar en las grandes cuestiones e inquietudes que interesan al común de los mortales, desde la naturaleza del poder al misterio de la condición humana o de la existencia misma. Sirva como ejemplo este Sinsonte de Walter Tevis, que se consagra, desde su aparición en 1980, como una de las cumbres de lo que algunos han dado en llamar “ciencia ficción social”.

Por la calidad de su escritura, por la dimensión y relevancia de los temas abordados, por la profundidad que adquiere ese abordaje y por sus múltiples implicaciones, lecturas y niveles de significado, la novela de Tevis merece sin duda los laureles que se otorgan a los clásicos que antes pergeñaran Huxley, Orwell y Bradbury, entre otros, y que después muy pocos han alcanzado.

Ambientada en un futuro crepuscular en el que la humanidad agoniza pastoreada por los últimos androides autónomos, menguada en número y desprovista de emociones, analfabeta e indiferente a su propia ruina por su adicción a unos calmantes que además provocan infertilidad, Sinsonte es, antes que nada y para quien esto escribe, un poderoso y bellísimo canto al amor y a su potencial transformador.

No se trata, por supuesto, de una novela de amor, ni siquiera de una novela sobre el amor. Y sin embargo, es el amor, o más bien su descubrimiento, o mejor aún su redescubrimiento, la llave maestra que concede acceso a todas las estancias del conjunto. En el mundo de Sinsonte se han perdido los afectos y las relaciones para rendir culto a la Intimidad, una forma de individualidad enfermiza, atrofiada e inane que se imparte como doctrina y reduce la condición humana a la mera biología de su carcasa, a sombras que se proyectan en paredes cavernosas.

De este marasmo programado emergerá en primer lugar Paul Bentley, quien, por circunstancias azarosas, descubrirá la escritura y la lectura, emprendiendo así un camino que lo llevará también al descubrimiento de sí mismo, a conocer sus pensamientos y emociones, a tomar plena conciencia de los otros y sus lugares compartidos, y a rebelarse contra la inducción sistémica del sopor social y el calculado cultivo de la idiocia. Con enorme fuerza simbólica, Sinsonte versiona en sus páginas el mito de la creación, presentando al ser humano no solo como barro elemental, sino también y sobre todo como su propio alfarero; una criatura que lucha por reencontrarse tras escapar, no sin apuros, de la sopa primigenia a donde su necedad lo había devuelto.

Un canto al amor, decíamos, impulsado decisivamente por el despertar del profundo sueño de la agrafia y la recuperación de la palabra escrita, convertida en eje del relato y de una conciencia que convalece y retoma, poco a poco, el hilo que conduce hacia sí misma y hacia las fuentes de la memoria colectiva. Hacia una vida entendida como realización en el prójimo, a través de los otros, por y para los demás, en contraste con el estéril y grotesco solipsismo que domina el mundo de Sinsonte y que, a buen seguro, dominaba también la impresión que a Walter Tevis le causaba la sociedad en que vivía.

Una obra inmortal, apabullante, mayúscula de aliento y vuelo, minúscula por matices, por delicadeza, que nos guía hasta la noche de los tiempos para colmarnos del alba que despunta en sus últimas páginas como si fueran las primeras de la humanidad.