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—¿Eres tú la pequeña que vive allí arriba con el Viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?
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—¿Eres tú la pequeña que vive allí arriba con el Viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?
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El Viejo de los Alpes estaba sentado en un banco de madera fijado en la pared de la casa que daba sobre el valle. Fumaba en pipa, las dos manos apoyadas en las rodillas, y observaba tranquilamente al terceto que se aproximaba en compañía de las cabras.
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A pesar de tener sólo cinco años, es lista; tiene ojos para ver y se entera de lo que pasa, de eso me he dado cuenta. Y mejor que sea así, porque el viejo no posee nada más que su cabaña y sus dos cabras.
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La pequeña contaría unos cinco años; era difícil hacerse una idea de su figura ya que llevaba dos o tres vestidos, uno encima del otro y, tapándolo todo, un gran pañuelo de algodón rojo que la hacía parecer algo informe. Con sus gruesos zapatos provistos de clavos en las suelas, la acalorada niña avanzaba con dificultad.
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Cuando uno se empeña en no ver sino las cosas por el lado triste, parece que todo haya de ser siempre así.
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La niña misma parecía sorprendida de lo que le sucedía e impaciente por adentrarse en aquel nuevo mundo que se abría ante ella, ahora que las negras letras se animaban para convertirse en seres y cosas y contaban historias apasionantes.
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Desde la alegre y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sendero que, después de atravesar verdes campos y densos bosques, llega hasta el pie de las majestuosas montañas, de imponente y severo aspecto, que dominan el valle. Después, el sendero empieza a subir hasta la cima de los Alpes, cruzando prados de pasto y hierbas olorosas.
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Manolito ...