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Algunos podrían decir de ellos que eran unos jóvenes excéntricos. En realidad eran arte. Se encontraron como se encuentran las mejores cosas de la vida: por casualidad. Prometieron no separarse jamás; solo la muerte pudo romper su promesa. Componían poemas hasta el amanecer, hacían collares de cuentas, amenazaban al mundo con darle la vuelta. Lo consiguieron. Cada uno trazó su camino sostenido por el aliento del otro; se amaron como lo hacen los amigos de verdad: por encima de todo. Robert y Patti no existirían de la forma en que lo hacen sin esa conjunción que los hacía más fuertes, más libres, inmensamente ricos. A pesar de los malos momentos y la nevera vacía, de las noches frías y los días sin luz. Encontrarse los salvó a ambos. ¿De qué? Pues no lo sé muy bien, la verdad. Quizá ni más ni menos que de la mediocridad. Saltaron sobre los charcos agarrados de la mano; cuando los charcos se secaban, jugaban al amor. Eran una imagen sin pose, un poema por terminar. Eran unos niños. |
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