Un verano italiano

Si hay un destino que me tiente las papilas gustativas junto al resto de mis sentidos es definitivamente Italia.

Este libro lleva una gigantesca etiqueta de lectura de verano. Y aunque es más lacrimógeno de lo que me hubiera gustado, lleva el drama con un peculiar estilo que lo hace más llevadero. Parece que te esté contando una historia personal e íntima, aunque sea vívida en todos los sentidos.

Empieza con un duelo por la madre fallecida de la protagonista. Es duro, es realista, pero te traslada adelante sobre la esperanza de viajar a Positano, en la costa de Amalfi, donde brilla un sol optimista y la comida despierta cada poro de tu ser. Es la sensación que más me ha transmitido la lectura, un despertar a la vida tras un periodo de sacrificio y pesar profundo.

Puedes paladear la miríada de sabores italianos, el placer de hospedarte en un hotelito con encanto cuya terraza te permite regodearte en un paisaje paradisíaco. Disfrutas de excursiones, del mar resplandeciente, te sientes rodeada por la brisa y el acento italiano y la amabilidad de los lugareños con otro ritmo vital.

En el meollo de la novela reside una experiencia inusual y mágica que Katy vive cuando más perdida está. Junto a ella, aceptas este milagro que permite evolucionar al personaje, reflexionar sobre su pasado y su relación con su madre, pero también con su propia identidad y maduración vital. El texto está constantemente hilado con recuerdos y asociaciones. Sin embargo, nunca pierde la inmediatez, el contacto sensorial con Positano, la intemperie bajo un sol energizante y, sobre todo, el impacto de la comida que es omnipresente, símbolo de vida.

Me ha gustado muchísimo otro nuevo giro del argumento que proporciona la resolución al conflicto de Katy sobre su madre y sobre sí misma. Ha sido interesante y cautivador. Preciosa historia vitalista.
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