El agua caliente me llevó muy lejos de allí, disolviendo la concreción de mis hombros, de mis piernas. Permanecí inmóvil, los ojos cerrados, durante un buen rato, hasta que el llanto volvió, incontrolable. Con una mano en la pared y la otra en la mampara, me deslicé hasta sentarme. Un momento después, entró Diana. Sus manos en mi cabeza, frotando el champú, fueron mi primera alegría. La segunda, sentir el agua deslizándose por la cara, llevándose la espuma.
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