Albert Speer, un día

El control sobre el destino de los prisioneros, que apenas eran más que viejos caballos de guerra, era para los gobiernos de Occidente y Oriente una manera de reiterar su poder.

El que tiene perdida la batalla, hasta que no lo maten, considera viable la intervención de la divina providencia.

Su nombramiento como ministro del Tercer Reich inauguró el periodo más vertiginoso de su vida. Ni siquiera con la vejez había de terminar de entender a profundidad los tres años de guerra próximos y su participación personal.

En todo momento había sesenta soldados en turno, y durante el día la operación precisaba de un director y un oficial médico por cada una de las naciones, y además había guardias, porteros, cocineros, electricistas, secretarias y traductores. El elemento central, sin embargo, no era del tamaño del aparato: en Spandau sólo había siete presos.