Al principio la lavaba con mimo; meses después, cuando la ristra de quejas e insultos se fue acumulando, el baño se convirtió en un ritual de carnicería de barrio: levantarle un brazo, enjabonarlo, levantar el otro, «toma la esponja, límpiate ahí abajo», y después enjuagarla, ahogar los ayes y las protestas por la temperatura del agua, secar lo que quedaba de ella con la toalla, «ves qué bien, así estás fresquita», y devolverla a la cama o al sillón frente al televisor, Adela haciendo de madre, Angustias haciendo de hija.