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Crítica de Guille63


Guille63
10 March 2023
“«el Bergotte» era ante todo un elemento precioso y verdadero, oculto en el núcleo de todas las cosas y después extraído de ellas por aquel gran escritor gracias a su genio, extracción que era el fin del dulce cantor y no el de escribir a lo Bergotte.”

Proust continúa en este segundo tomo con su excepcional descripción literaria de una personalísima forma de sentir, de una especial sensibilidad ante la vida y uno mismo, capaz de convertir en oro literario las naderías de una existencia tan mediocre e insulsa como la de cualquier mortal. Y lo hace a través de un personaje complejo y contradictorio, Marcel, tan atrayente como repulsivo, siendo cautivadoramente atractivo por ambos motivos.

Un ser absolutamente dependiente de las opiniones ajenas, egoísta, cobarde, putero y escritor en ciernes, patológicamente necesitado de protagonismo, de atención constante, tan profundo en sus reflexiones como superficial en sus inclinaciones (“la belleza es una sucesión de hipótesis que la fealdad reduce, al cortar la vía que ya veíamos abrirse a lo desconocido”), presa constante de extraños arrebatos sensitivos ante los más peregrinos estímulos de los que espera verdades para mí incomprensibles y que le procuran una felicidad o una tristeza indecibles de las que, en muchos casos, desconoce el motivo.

“Muy pocas veces experimentaba aquel placer, cuyo objeto tan sólo presentía, que debía crear yo mismo, pero en todas ellas me parecía que lo sucedido en el intervalo carecía de la menor importancia y que centrándome exclusivamente en su realidad podría comenzar por fin una vida verdadera.”

Proust tuvo siempre muy presente, y lo plasmó con una maestría única y sublime, que todo los que nos ocurre nos ocurre en el interior y que es allí donde las experiencias alcanzan su esplendor, lo que en Proust llega a extremos delirantes. El amor, la amistad, las vivencias de cualquier tipo, todo parece tener más importancia en la ausencia. La misma presencia del objeto o sujeto, dice, nos desvía de lo importante, nos hace “permanecer en la superficie de nosotros mismos en lugar de proseguir nuestro viaje de descubrimientos en las profundidades”. del mismo modo, cualquier acercamiento a persona, objeto o lugar precisan, para gozar del encuentro como corresponde, ser soñados previamente y así solazarse en todas las posibilidades todavía no excluidas por el hecho en sí, que en verdad carece de importancia pues “sólo nosotros podemos infundir a ciertas cosas que vemos —con el convencimiento de que tienen una vida propia— un alma que después conservan y desarrollan en nosotros”.

“Despojar de ella (la imaginación) nuestros placeres es reducirlos a sí mismos, a nada… Es necesario que la imaginación, despertada por la incertidumbre de poder alcanzar su objeto, cree un objetivo que nos oculte el otro y, al substituir el placer sensual por la idea de penetrar en una vida, nos impide reconocer dicho placer, probar su gesto verdadero, limitarlo a su alcance.”

Y en este sentir tan especial, cómo no destacar por encima de cualquier otro la experiencia del amor, una experiencia, claro está, insatisfactoria pues siempre se desea más cuando se tiene y es atroz cuando no. Un amor que con excesiva frecuencia tiene por objeto a nosotros mismos pues nosotros somos los que creamos a las mujeres que amamos, dotándoles de esa capacidad de “prolongación, esa multiplicación posible, de uno mismo que es la felicidad”.

“Al estar enamorados de una mujer, proyectamos simplemente en ella un estado de nuestra alma, que, por consiguiente, lo importante no es el valor de la mujer, sino la profundidad de ese estado, y que las emociones que nos infunde una muchacha mediocre pueden permitirnos hacer remontar a nuestra conciencia partes más íntimas de nosotros, más personales, más lejanas, más esenciales, que el placer que nos brinda la conversación de un hombre superior o incluso la contemplación admirativa de sus obras.”

Leer a Proust es una experiencia compleja. Por utilizar una expresión mil veces usada por el autor, leerle es como si aráramos un campo inmensamente generoso para todo aquel que no desfallece ni se acobarda ante las muchas rocas y raíces que, en forma de largas acotaciones entre guiones o de oraciones subordinadas dentro de oraciones subordinadas, deben ser previamente desenterradas, aclaradas y muchas veces apartadas a un lado para que la reja pueda sacar a la luz todo lo que la tierra lleva dentro o, al menos, la parte que a cada uno, según su capacidad y experiencia, le es accesible. Y no es que esas incontables rocas y raíces no sean sobradamente interesantes por sí mismas, todo lo contrario, nada es desechable en los campos de Proust, pero bien cierto es que no son pocas las ocasiones en las que, a causa de ellas, nos vemos obligados a pasar la reja una y otra vez por el mismo surco hasta conseguir que la tierra por fin respire y sea todo lo fecunda que en realidad es.

Pero que mi torpeza a la hora de elegir símiles no les lleve a engaño, nada como el trabajo en el campo puede estar más alejado del mundo proustiano, lleno de arte y vacuo oropel, de sensibilidad y apariencia, de sutileza e hipocresía. Yo, que soy bastante torpe con las sutilezas, sobre todo cuando encierran una malicia que casi nunca espero y de las que tristemente soy consciente, cuando lo soy, tarde para dar cumplida respuesta, he disfrutado perversamente con esta lectura plagada de ellas.

“Su esposa se había casado con él contra viento y marea, porque era una «persona hechizadora». Tenía —cosa que puede bastar para constituir un conjunto delicado y poco común— una barba rubia y sedosa, facciones agraciadas, voz nasal, mal aliento y un ojo de vidrio.”

Grande es la ironía, el sarcasmo, la inteligencia maligna que se gastan estos ociosos esnobs, clasistas, racistas y muchas veces ridículos miembros pertenecientes a la alta burguesía y a la aristocracia parisina en sus comentarios y chismes de salón hacia rivales, conocidos y, en teoría, amigos, que se mueven por estas páginas. Y en ello no se queda atrás nuestro protagonista, un adolescente, por otra parte, presa de grandes picores por las frescas y traviesas muchachas en flor.

“Simonet debía de ser el (nombre) de una de aquellas muchachas; ya no cesé de preguntarme cómo podría conocer a la familia Simonet y, además, por mediación de personas a las que ésta considerara superiores a sí misma, lo que no sería difícil, si se trataba de simples zorrillas de clase baja.”

Angelito
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