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Marina, Carmela, Sara y Viviana necesitan hablar. Cada una de ellas tiene algo importante que decir, pero como ocurre en no pocas ocasiones, la cercanía del destinatario las dejaría mudas. Recurren por ello a un interlocutor ausente, un contestador telefónico que no identifica su voz, pero con el que podrán desahogarse como necesitan. Sin interrupciones. Y a través de esos diálogos unidireccionales conoceremos las inquietudes y pesadumbres de cada una de ellas. Viajaremos de su pasado a su presente, y se nos irán desvelando los silencios que las llevaron donde están, las palabras no dichas, las ocultas y las que no se gritaron lo suficiente. Nos devastará la incomprensión y nos dolerá el sacrifico, tan conocido y habitual, pero no por ello carente de lógica. Vidas vividas por y para otros. El punto de inflexión que ha llevado a cada una de ellas a mantener esas conversaciones solitarias es uno de esos finales de los que solo cabe resurgir con un nuevo principio. Es por ello que, a pesar de todo, a pesar del dolor, la soledad, el engaño o la enfermedad, hay mucho de esperanza en esta historia. Los caminos de estas cuatro mujeres, distintas y distantes, terminarán por confluir como lo hacen las grandes cosas en la vida, de manera natural. La lectura fluye, como el agua mansa, a través de las palabras de sus narradoras -directas, confesionales y sin posibilidad de réplica-, que te llevan de la mano desde el principio hasta el final sin que apenas puedas darte cuenta. Y, al concluir ese trayecto en el que hablaban para nadie, hallarán lo más importante: a sí mismas. Cada una de ellas terminará por reconocer su voz. |
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