Infelices

Más que un círculo (como el vicioso, de Viena, que enmarca esta extraordinaria novela) yo veo más Infelices como un tetraedro, en el que Rudolph, Hans, Moritz y Karl de espaldas a la pared se dedican a jugar al Guillermo Tell muy pasados de vueltas, tirándose navajazos sin cesar en un remedo de aquel otro Guillermo tan travieso, Burroughs rematando a Joan en México, mientras Javier Peña como Maestro (sí, esta es la verdad indiscutible de lo que escribo: Maestro) de ceremonias nos alucina en un circo de múltiples pistas con trapecistas, tragafuegos y payasos dolientes a través del aro en llamas que es la palabra, aquella que hace que las cosas existan, la que prende el artificio ígneo de la humanidad.

Somos invitados a un portento, a una ceremonia que cambia la vida del autor (es una primera novela escrita con ganas, con muchísima rabia, y sangre bombeando por las venas) y del lector. Esta historia matrioska, schrodingeriana, juego de espejos como aquel de la dama de Shanghái en el que Orson acabó con Rita, nos fascina, nos absorbe en su vórtice de un lenguaje y estructura impecables, escalofriantes, que nos hace entender cuál es la verdad que acecha tras la impostura.

Otra vez mejorando a Tolstói, definitivamente a Joyce y a Gaddis, me resulta difícil elaborar mi truquito de entresacar algún párrafo: cada página es inolvidable, cada frase un puñetazo en el plexo (solar, sí); quisiera citar la increíble elegancia genial de un capítulo como Mariposa, deseando que alguien la incluya en un examen (definitorio, excluyente) de en qué consiste, de una vez por todas, la Literatura.