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Para mí es buena señal que, después de haber leído un libro, haya algunas escenas que acudan a mi memoria de vez en cuando. El juego del príncipe contiene varios momentos en los que no puedo dejar de pensar: el balcón, el pendiente azul, la mano que da de comer. Quien haya leído esta novela ya sabe de lo que hablo. La intriga política se complica, cada vez hay más fichas sobre el tablero y el juego se torna cruel; los enemigos salen de debajo de las piedras, incluso aparecen de donde menos se les espera. Nada ni nadie es lo que aparenta ser, y lo que se creía imposible empieza a ocurrir. Laurent y Damen se han aliado y la relación entre ellos evoluciona hacia terrenos que ninguno de los dos había contemplado (aunque ambos ya se había dado cuenta de algunas cosas que se revelarán más adelante). He disfrutado esta segunda parte tanto o incluso más que la primera. Llegó un punto en que no podía dejar de leer porque cada nuevo suceso añadía un nudo más a la madeja y dejaba las cosas tan al borde del abismo, que solo cabía la opción de seguir adelante para saber de qué modo se resolverían. Se van viendo más detalles de los personajes, que, aunque siguen en su particular tira y afloja, manejan un hilo tan elástico, que en ciertos momentos se estira tanto que se tensa, rebota y chocan (y de qué manera se enredan). Laurent muestra más de sí mismo a Damen, y este se da cuenta de que se rindió a sus pies hace tiempo, y de que ya no tiene escapatoria. No me escondo y lo diré con un megáfono si es preciso: El juego del príncipe es uno de los libros más emocionantes que he leído en los últimos años. |
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