Y sin embargo, quedaba aquella puerta, abierta y vacía, expuesta a los vientos, a los conejos, y a las criaturas salvajes. La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía a la nada -una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente y sus cerrojos echados con cautela-, ahora vacía también de todo significado.
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