La mala sangre se hereda. La mala sangre carcome de generación en generación. La mala sangre se enquista en las paredes de las casas familiares como moho que reaparece por más que se limpie. La mala sangre nubla el entendimiento y emponzoña las relaciones. La mala sangre no se puede sortear, es expulsada con nosotras del útero materno y se queda pegada como una segunda piel que nos envuelve. Elisa Ogalla describe el legado familiar como un animal inseparable, un sello ancestral que nos marca desde el nacimiento hasta la muerte. Mala sangre, esta vez el poemario, da miedo. Como esos sueños en los que se nos caen todos los dientes o, en el caso de la autora, estos dejan de coincidir. Por las noches, bruxismo; por las mañanas, intento de reencajar el mundo en sus mandíbulas. Mala sangre, el poemario, ahonda en las relaciones maternofiliales, en los momentos en los que los semblantes se enrojecen ante el esfuerzo por mantener el aire y las palabras, en los momentos en los que se desean la muerte, en los que el peso de la herencia sobre las rodillas es demasiado pesado de aguantar. La mala sangre, tanto el poemario como la herencia, es como un pijo compartido en una maraña de pelo indistinguible, que se confunde. Sin embargo, en los incendios las piñas juegan a favor del fuego, así también la familia hace crecer rosas, y no espinas. Elisa Ogalla pone una tela metálica sobre los resquicios familiares, encuentra el punto exacto e incómodo en el que el amor se queda enganchado y busca lo que salvar del agua sucia de su casa anegada. Poesía que cura la mala sangre verso a verso. + Leer más |