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Cogí este libro porque pensaba que sería una lectura adorable y amena, que buena falta me hacía después de la anterior, más densa y dura. En esta historia salen un gato y muchos libros, así que pensé que me iba a gustar fijo. Y de hecho, el principio me gustó bastante, aunque los personajes sean manidos a más no poder. Incluso la dinámica de los laberintos podía ser interesante, y ¿he mencionado ya que hay un gato que habla? (Adelanto: lo mejor del libro es el gato). Sin embargo, después del primer laberinto la historia se vuelve muy lineal, las descripciones de los personajes son planas y superficiales (enfatizando mil veces un mismo dato, como que el protagonista es un hikikomori o que su tía está rolliza, entre otras), la pobreza de adjetivos, la repetición de las mismas ideas y sustantivos una y otra vez, y sobre todo la pedantería, empezaron a desinflarme. El tono es juvenil, lo que contrasta de manera poco natural al introducirse de forma casi aleatoria palabras complejas aquí y allá, alternadas con la pobreza de adjetivos (ya mencionada). Podría haber sido una historia muy bonita sobre el amor a la lectura, pero en su lugar se vuelve moralizante y altanera en cuanto a lo que es verdadera literatura y lo que es un verdadero lector amante de los libros. Pretende dar qué pensar con respecto al coleccionismo de libros, las lecturas rápidas y los esquemas mercantiles de venta de libros, pero no sé si acaba consiguiendo lo que pretendía. Una vez expuestas las ideas del autor, la historia termina a modo de manga juvenil. Lo dicho, las diferencias entre el tono erudito y el más juvenil cotidiano me descolocaban a veces. Aún así es un libro corto. Y tiene un gato que habla. Y unos cuantos tópicos también... Pero ¿he mencionado ya al gato que habla y que además es un borde que mola? |