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Hay algo absurdo en nuestro cerebro que nos hace tener una profunda y fuerte necesidad de ser aceptados por los demás. Podemos dar y recibir consejos sobre lo contrario, incluso tener filosofías estúpidas sobre no hacer caso de lo que piensen los demás, de querernos y aceptarnos a nosotros mismos tal y como somos, pero eso es hipócrita. Que lo que más nos importe sea lo que piensen los demás es parte de nosotros. Nuestra evolución como especie ha creado esa dependencia social, y le ha llevado millones y millones de años. No vas a venir tú ahora con una frase ñoña escrita sobre un fotograma de la película Amelie a luchar contra ello. De hecho, nadie diría en voz alta «no me importa lo que piensen los demás de mí» si no le preocupara que alguien pudiera pensar que sí que le importa. Podemos fingir lo que queramos, pero no podemos arrancarnos el cerebro.

Una disociación, más bien. Pero eso no quiere decir que no exista. En algún lugar existen las cosas que imaginamos. Si no existieran, no podríamos hablar de ellas, y no afectarían a lo que pasa en el mundo.

La idea del karma forma parte de los mismos consuelos estúpidos que los seres humanos han ido creando a lo largo de la historia para no tener que lidiar con el horrible hecho de que el universo está dominado por el caos, que no nos debe ningún tipo de justicia, y que un día vamos a morir teniendo la inevitable sensación de no haber alcanzado todo lo que queríamos de la vida.