Las ciudades que habitamos están compartimentadas por medio de cifras y banderas, de colores y dialectos. Las ventanas que se iluminan y se apagan en función de los horarios y los días del año, no son más que una ilusoria vía de escape hacia el aire fresco, los atardeceres regados con vino y la gente que nos entiende. En realidad nadie entiende lo que uno vive, ni lo que siente, ni lo que teme. Porque cada una de esas ventanas aísla del mundo a personas distintas, iguales en el fondo y radicalmente opuestas en la forma. Y más de una desgracia por vida es ya abusar hasta de lo malo. Por eso nos cruzamos, nos saludamos, de vez en cuando, como el que no quiere la cosa, nos preguntamos por nuestros estados de ánimo. Pero nada más. Cuando la puerta de cada casa se cierra, dentro queda el miedo, fuera queda lo demás: otros miedos, otras despedidas, otras mujeres que, como tú, solo quieren empezar a caminar. |