la vida eterna

Para que el mundo que conocemos, o creemos conocer, continúe en un movimiento plácido y constante hacia algún lugar que no somos capaces de otear o que, simplemente, nos negamos a escudriñar, adormilados por el apacible vaivén que proporciona lo inmutable, debemos convertir nuestra existencia en un simulacro, en una virtualidad que nos esforzamos en proyectar hacia el mundo que nos rodea, siguiendo unos criterios prediseñados que simbolizan el éxito, la juventud, el dinamismo y la estricta contemplación de uno mismo como principio y fin de todas las cosas. Las emociones pasan a ser el motor de nuestra actividad diaria y el deseo se convierte en el fundamento de una nueva teología, cuya estricta observancia proporcionará los recursos necesarios para satisfacer nuestras necesidades.

Si lográsemos evadirnos de cualquier suerte de conciencia social, centrándonos en el individuo como isla, la pugna por sobrevivir o corresponder a nuestros deseos transformados en necesidades, se convertiría en una lucha sin cuartel contra los miembros de nuestra especie, bajo la consideración de competidores.

Ahondando en este razonamiento nos acercamos, paulatinamente, a lo que entiendo como vampirismo social, expresión utilizada para describir la trama de la vida eterna. Esta es, por tanto, una novela de vampiros, tanto reales como de ficción. Y es, a su vez, el relato de una relación tóxica.
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