Helena de Esparta

La consciencia de ser Helena de Esparta y de nunca más ser ninguna otra persona me oprimía dolorosamente el pecho durante el día entero.

Nadie me había explicado nunca cómo comportarme con la madre de un hombre que acababa de violarme.

Pensaba en las cosas que quería hacer, en las personas que habría querido ser, y me sentía abrumada por el peso de la existencia única que estaba condenada a vivir.

Me dijo que mi destino sería sufrir, sufrir mucho, porque era demasiado bella para tener otro destino. Pero podía elegir entre sufrir yo sola o hacerles también la vida difícil a quienes me rodeasen, construyendo a mi alrededor un mundo en el que yo estuviera a salvo y los demás sintieran miedo.

Cuando repaso mi vida y mis inclinaciones personales, me doy cuenta de que nunca me gustó la idea de ligar indisolubelmente mi existencia a la de otra persona, ya fuese un marido, un hijo o incluso un dios. Siempre he tratado de eludir los vínculos, o de atenuarlos lo más posible. Intentos vanos y ridiculos: en mi mundo no había modo de vivir como yo habría querido

No podía escapar del matrimonio, o al menos eso creía. Quizá hubiera podido encontrar algún modo de impedirlo, quizá hubiera algún otro camino, pero los medios para imaginar un destino distinto para una mujer no estaban aún a mi alcance. No lograba imaginar que podía hacer en la vida si no me casaba. Cada vez que lo pensaba se me plantaba delante la imagen confusa de un prado verde y desolado.

Quería sentir remordimiento, angustia, miedo, soledad, quería estar desorientada, sentirme perdida, estudiar lenguas, costumbres, personas, pensar en un modo de sobrevivir sola. Quería desperar y temblar y beberme cada momento de mi vida de modo caótico y desordenado, y no había otra manera de hacerlo ¿comprendes?

La curiosidad siempre ha sido el peor defecto de las mujeres, ¿verdad?