Eran más de las cinco de aquella tarde tan tibia cuando llegaron dos automóviles a la Colina Palatina. El aire olía a tierra soleada, a hierba, a arrayán y a resina. En las sombras que se agrandaban, las amapolas parecían lanzar pequeñas exclamaciones escarlata, y legiones de acantos descendían por los contornos de la colina. Los cielos se habían ahondado detrás de las rotas columnas y arcadas: los huesos de la Roma clásica.
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