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Crítica de Guille63


Guille63
06 March 2023
“¡Qué audacia descender a las profundidades, el mundo insignificante y absurdo de los muertos!”

Pues sí, señoras y señores, la muerte es el final de la película que protagonizamos todos y cada uno de nosotros, perdonen el spoiler. Y aunque afortunadamente vivimos buena parte de nuestra vida de espaldas a ese desenlace seguro, la muerte nos constituye y nos condiciona como especie y como individuos. Nada más lejos de la verdad esta sentencia de Epicuro que el autor incluye en su novela.

“Mientras existimos nosotros, no existe la muerte, y, cuando existe la muerte, no existimos nosotros; por consiguiente, no hay ninguna relación real entre la muerte y nosotros; la muerte es algo que no nos atañe absolutamente en nada.”

La montaña mágica” nos acerca a la muerte, y no solo por lo que se tarda en su lectura. La muerte está presente a lo largo de toda la novela, aunque su función no sea otra que prepararnos para la vida. Mann nos viene a decir que la auténtica salud solo puede conseguirse tras el enfrentamiento con lo que supone la enfermedad y la muerte. Pero también habita en esta montaña una “magia del desvarío” catalizadora del cambio de naturaleza que se produce en las personas que allí suben y que corren el peligro de conformar una nueva patria que les expulsará de la otra, la sana físicamente, la cruel y vana.

“Hay un estado de buena salud que no nos permite comprenderlo todo” André Guidé.

Como si de un cuento se tratara, esos que se cuentan a los niños para ayudarles con sus miedos, Mann nos presenta a Castorp, huérfano de padre y madre, a los que apenas conoció, que, tras sondear “abismos que en otros tiempos se encontraban insondables”, a través de un “camino pedregoso, salvaje y amenazador” llega a un mundo parecido al conocido pero sustancialmente distinto, el sanatorio en el que su primo se recupera de una enfermedad que puede ser mortal. La visita de tres semanas acabará por durar siete años.

Castorp nos irá acompañando por las estancias del sanatorio donde iremos observando los efectos que la enfermedad y la cercanía de la muerte tiene sobre las voluntades, los caracteres y los valores de sus moradores, como es causante de la desaparición de pudores, como modifica los modos de relacionarse, de estar en el mundo y hasta la forma de amar.

"A veces pienso que estar enfermo y morir no son algo tan serio, sino una especie de paseo sin rumbo; en realidad, las cosas serias no se encuentran más que en la vida de allá abajo.”

Sabremos de la humillación que supone la enfermedad, de la crueldad de la naturaleza en consentirla, de la soberanía sobre nosotros que el cuerpo adquiere y, por último, lo más importante quizás de la novela, de la enfermedad como anestesia, como obstáculo para la actividad y la lucha, la enfermedad como aristocracia, como equivocada fuente de dignidad. Los enfermos establecerán en la montaña una comunidad de elegidos viviendo en un espacio sin tiempo y a salvo de las otras fiebres que sufren los del mundo de allí abajo.

“Aquellos cuyo destino justificaba la excepcional necesidad de consuelo, aquellos que habían hecho un pacto interior con la naturaleza en el que renunciaban a las alegrías y desgracias de la vida en el mundo de allá abajo a cambio de otra vida, marcada por la apatía y la inercia pero muy, muy fácil y placentera, tan libre de preocupaciones que hasta anulaba el sentido del tiempo.

Todo lo dicho hasta ahora justifica el que haya mantenido tres de las cuatro estrellas que los míticos recuerdos de mi primera lectura, allá por el pleistoceno, me animaron a otorgarle en el momento en el que inicié mi andadura por estos mundos goodreadsianos. Aunque también he de decir que una de las tres estrellas que permanece en mi calificación casi se debe en exclusiva al capítulo titulado Nieve, espléndido.

¿Dónde se quedó la cuarta estrella? Lo confieso, hay partes, no pequeñas ni escasas, que he leído en diagonal, no porque las tuviera frescas en mi memoria, apenas recordaba nada de mi anterior lectura, sino por el nulo interés que en mí despertaban. La novela ha envejecido regular para mí en muchos aspectos, empezando por las innumerables consideraciones sobre el concepto tiempo que se hacen a lo largo de toda la novela y que a estas alturas de la película me han parecido triviales y sin la relevancia necesaria como para protagonizar tal número de páginas. No descarto que Mann pretendiera hacernos sentir esa extraña percepción elástica del tiempo alternando partes absorbentes con otras realmente tediosas.

Tampoco me ha interesado, como seguramente lo hizo en mi adolescencia, el conflicto cuerpo-espíritu que ha presidido muchas de las incontables disquisiciones entre el humanista Settembrini y el reaccionario Naphta. Ideas igual de superadas, al menos en lo que a mí se refiere, que las disquisiciones entre razón y fe o ciencia y Dios en las que tanta tinta gastó Mann. Por no hablar de la inocente fe en el progreso que tan entusiásticamente nos explica Settembrini, de la supuesta íntima relación entre las enfermedades del alma y las físicas o todas esas fantasmagorías de las últimas páginas o la concepción del buen salvaje rousseauniano, o el Adan previo al pecado original, que ambos intelectuales comparten y que a mí tanto me repele.

“N: No creo equivocarme al suponer que estamos de acuerdo en admitir un estado original e ideal de la humanidad, un estado sin organización social y sin violencia, un estado de unión directa de la criatura con Dios en el que no existían el poder ni la servidumbre, no existían la ley ni el castigo, ni la injusticia, ni la unión carnal, ni la diferencia de clases, ni el trabajo ni la propiedad; tan sólo la igualdad, la fraternidad y la perfección moral.
S: Estoy de acuerdo excepto en el punto de la unión carnal.”

En fin, otro encuentro algo decepcionante con aquel lector que fui.
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