Historias eróticas para viudas del Punyab

—Las chicas de ahora son unas consentidas, con tanto poder de decisión. Aquí un hombre no puede entrar en una habitación, arrancarle la ropa a una chica y decirle que se abra de piernas. Alguien del templo me contó que aquí hay una ley que prohíbe que un marido se acueste con su mujer si ella no quiere. ¡Con su propia mujer! ¿Por qué se castiga a los hombres por algo así? Porque los ingleses no valoran el matrimonio como nosotros.

—Es un delito porque está mal, aunque estén casados. Es una violación —replicó Nikki.

La sensación del contacto, la emoción ante un beso o de una caricia en el muslo desnudo; momentos insignificantes que equivalían a toda una vida de felicidad.

—Muy bien —dijo Nikki—. Si os sentís más cómodas usando nombres de vegetales, por mí no hay ningún problema.

—Son perfectos —declaró Preetam—. Dime, ¿se te ocurre algo que transmita mejor las sensaciones y el sabor que la descripción de una berenjena jugosa?

—¿Tu abuela tiene fantasías eróticas en las que trabaja la masa para los rotis de tu abuelo con las nalgas? Porque esa es una historia que inventamos hace poco.

—Tuviste un matrimonio feliz. ¿Alguna vez te has parado a pensar por qué? Yo me aseguré de que pudieras elegir. Rechacé a todos los hombres que aparecieron por todas partes en cuanto cumpliste la mayoría de edad. Me daba igual que dijeran que mi hija era guapa o que formarías parte de una familia conocida; yo solo quería que tuvieras elección.

—Nos apuntamos para tener algo que hacer —dijo Manjeet—. Da igual si es aprender a escribir o contar historias. Lo importante es estar ocupadas.

Era como estar partida en dos: mitad británica, mitad india