Auschwitz-Birkenau, enero de 1944. Esos oficiales, que visten de negro y miran la muerte con la indiferencia de los enterradores, ignoran que, sobre ese fango oscuro en el que se hunde todo, Alfred Hirsch ha levantado una escuela. Ellos no lo saben, y es preciso que no lo sepan. En Auschwitz la vida humana vale menos que nada; tiene tan poco valor que ya ni siquiera se fusila a nadie porque una bala es más valiosa que un hombre. Hay cámaras comunitarias donde se usa gas Zyklon porque abarata costes y con un solo bidón puede matarse a centenares de personas. La muerte se ha convertido en una industria que sólo es rentable si se trabaja al por mayor. En el cobertizo de madera, las aulas no son más que corrillos apretujados de taburetes. Las paredes no existen, las pizarras son invisibles, y los maestros trazan en el aire triángulos isósceles, acentos circunflejos y hasta el recorrido de los ríos de Europa con solo agitar las manos (…) No importa cuántos colegios cierren los nazis, les contestaba Hirsch. Cada vez que alguien se detenga en una esquina a contar algo y unos niños se sienten a su alrededor a escuchar, allí se habrá fundado una escuela. La puerta del barracón se abre bruscamente y Jakopek, el asistente de vigilancia, corre hacia el cuarto del jefe de bloque, Hirsch. Desde su rincón, Dita Adlerova mira hipnóticamente las minúsculas motas de barro. n ¡Seis, seis, seis! Es la señal que indica la llegada de guardias de las SS al bloque 31, y se organiza un revuelo de murmullos en todo el barracón… + Leer más |