Por el valle y por la aldea el hambre - solapada e inclemente - flagelaba a las gentes de las cosas, de las chozas y de los huasipungos. No era el hambre de los rebeldes que se dejan morir. Era el hambre de los esclavos que se dejan matar saboreando la amargura de la impotencia. No era el hambre de los desocupados. Era el hambre que maldice el trabajo agotador. No era el hambre con buenas perspectivas futuras del avaro. Era el hambre generosa para engordar las trojes de la sierra. Sí. Hambre que rasgaba obstinadamente un aire como de queja y llanto en los costillares de los niños y de los perros. Hambre que trataba de curarse con el hurto, con la mendicidad y la prostitución. Hambre que exhibía a diario grandes y pequeños cuadros de sórdidos colores y rostros de palidez biliosa, criminal. Hambre en las tripas, en el estómago, en el corazón, en la garganta, en la saliva, en los dientes, en la lengua, en los labios, en los ojos, en los dedos.
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