El mundo se vuelve sencillo

Si en la anterior reseña os decía que las palabras sintieron la necesidad de ser escritas casi al momento de terminar la lectura, en esta ocasión han necesitado un poco de margen, hasta el punto de que a la hora de ser expulsadas a este espacio indefinido, hubiera sido necesaria una purga como las que se practica a sí misma la joven protagonista de la novela.

Nos encontramos de nuevo con un texto más que íntimo, casi un foco directo hacia el personaje principal que acaba oscureciendo la presencia de todo lo demás en la obra. Si tuviéramos que precisar qué es lo que ocurre durante el transcurso de sus 150 páginas, diríamos que solo la vida de quien la narra: una adolescencia marcada por la ausencia de algunos pilares fundamentales y la búsqueda en la madurez de una presencia que dé unidad y coherencia a las diferentes experiencias del amor y la soledad.

Me resulta especialmente curioso (y no sé si forma parte de alguna técnica literaria de los últimos tiempos) el hecho de que no se nos muestre el nombre de la protagonista, pese a que sí seamos testigos de cada recoveco de su mente e, incluso, de algo tan importante y crucial en la novela como son sus trastornos alimentarios.

Una maniobra que quizá distorsiona el sentimiento de empatía propio de un texto donde el “yo” se ficcionaliza y consigue, puede que sin querer, alejar el espejo en el que podríamos reconocernos con aquello que se nos cuenta. ¿Podemos confundir nuestros contornos con alguien del que sabemos todo menos la esencia? ¿Nos define más aquello que hacemos que aquello que ocultamos?

Efectivamente, el mundo se simplifica en esta novela, lo que no me termina de quedar claro es si el resultado de ese proceso consigue resaltar el testimonio del personaje o, más bien, opacar lo que buscamos en una lectura que confiesa: la sensación última de que estamos ante algo único pero irremediablemente cercano a lo que somos o podemos llegar a ser.
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