La herida era mortal y él lo sabía. Lo supo desde el primer momento. La sangre brotaba desde el agujero que tenía en la carne. Observaba el río rojo como si fuera ajena a él, como si no le afectara que las brillantes gotas manaran de su interior. Era como si la herida no tuviera nada que ver con él, como si no fuera él el que iba a morir, sino otro. Las infinitas gotas se unían formando una corriente. Era la vida latiendo, transformando el mundo en un mar rojo. Era bonito. Era el final.
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