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Crítica de WSinclair


WSinclair
11 August 2021
Leo la biografía titulada Molière: el nacimiento de un autor, de Georges Forestier (figura muy acreditada para esta tarea, pues no es ni más ni menos que el editor de las Oeuvres complètes de Molière en Gallimard), y pienso en cuánto bien hacen estos trabajos tan bien documentados y tan comprometidos con la verdad. Molière, como otras tantas figuras geniales, ha sido protagonista de leyendas, mitos y disparates varios, que poco se ajustan a la realidad biográfica y que, sin embargo, hacen las delicias de quienes los oímos.
Claro que Molière tuvo una genialidad indiscutible, y esto es un hecho tanto por lo bien que resisten sus obras en la actualidad como por lo bien que resistieron en su época. Claro que es un genio; pero lo que no nos gusta escuchar tanto, o, al menos, lo que solemos olvidar, es que el genio no nace “de la nada”, o “del ideal”, como creían los románticos. Pues no, señores; o, al menos, no en este caso. Molière fue, ante todo, un empresario en el sentido total y absoluto de la palabra. Miembro de una compañía de teatro desde jovencito —cuyos comienzos, por cierto, supusieron su bancarrota hasta el punto de tener que abandonar París durante un tiempo, él y toda su troupe, para evitar a sus acreedores—, su subsistencia no dependía ni más ni menos que del público. Y esto muchas veces se nos olvida a quienes estamos en esto de la literatura: queremos “ser libres en el espíritu” y, al mismo tiempo, nos quejamos de que “no nos lee nadie” (yo, al menos, no es raro que caiga en esta trampa de tan malos presagios); pero, ¡ay!, esto ya lo sabía muy bien Molière, y es por eso —y no por otra cosa, aunque nos/me moleste y nos/me joda—, es por esa necesidad de gustar al público y de ganar su favor y de llenar la sala de espectáculos por lo que nuestro comediante no era libre en un sentido idealista: la “libre expresión del espíritu” debía esperar y ceder paso a la “expresión dependiente del público”: Y este público, en su mayoría, no estaba formado más que por aristócratas y nobles parisinos, esos que hoy en día observamos con tanto repelús. El mismo Luis XIV, de quien la troupe de Molière recibió favores y privilegios directos, era su público. Así que no nos engañemos: Molière fue un vendido. Pero es que tenía que comer. Tenía que venderse a sí mismo —como actor— y a sus obras —como autor—. (Y sospecho que el actual debate entre “literatura comercial” vs. “literatura independiente” tiene mucho que ver con esta adaptación explícita a los gustos del público…, quizá más que con la calidad literaria per se. Aquí, desde luego, todavía hay y siempre habrá mucha tela que cortar).
Por otra parte, el método compositivo de sus obras me hace reflexionar sobre el tema de la originalidad. Él, cuando tenía que escribir una obra, muchas veces por encargo o por necesidad de renovar el repertorio, solía agarrar dos o tres “temas de actualidad” junto con dos o tres “libros del momento”, y los refundía a su manera, con los ojos puestos en su representación. Un máquina, el tío. Las novelas cortas y comedias italianas, así como las españolas, le sirvieron de inspiración continua. Esta picar de aquí y de allá me hace pensar en cómo el criterio de “originalidad”, tan caro en nuestros días, no tenía tanta cabida en el siglo XVII. Sin duda, la virtud de Molière debe más a la “funcionalidad” y al “ponerse a trabajar” que a la “originalidad” o la “inspiración del espíritu”. (Algo similar pasaba con nuestro Lope de Vega y su “Arte nuevo de hacer comedias”: ¡qué carajo importa el genio, la originalidad, la erudición! de lo que se trata es de componer obras que el público entienda, disfrute y llenen los bolsillos del autor. Lo demás es superchería). Ya en terreno musical, Tim Blanning, en su ensayo El triunfo de la música, señala cómo de Haydn, Bach, Mozart… conservamos cientos de composiciones, mientras que la obra de músicos más modernos no es tan nutrida. Y todo apunta a la misma dirección: la antigua concepción de la creación artística como funcionalidad y respuesta a una necesidad material frente a la noción más trascendentalista de hoy en día, arrastrada desde el Romanticismo, según la cual toda obra nos parece que debe ser absolutamente moderna, original y genuina, bajo la amenaza de que la comparen con el trabajo de otros o incluso se denuncien los parecidos como plagios.
Yo, en fin, me llevo estas reflexiones sobre la “libertad creativa” y la “independencia artística” vs. la “adopción de modelos” y la “dependencia del público”. En último término, creo que Molière, como tantas otras personalidades geniales que nos ha dado la historia de la literatura y del arte, supo conciliar las demandas del público con una inteligencia creativa fuera de toda duda. En resumen: público contento, crítica contenta. Toda una proeza. Igual por eso lo consideramos un genio.
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