Bastó verla una sola vez de rodillas y vestida de negro junto a la fuente más hermosa del mundo, para que se supiera que la emperatriz de México, Carlota Amelia de Bélgica, había enloquecido en Europa.
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Bastó verla una sola vez de rodillas y vestida de negro junto a la fuente más hermosa del mundo, para que se supiera que la emperatriz de México, Carlota Amelia de Bélgica, había enloquecido en Europa.
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Sesenta veces trescientos sesenta y cinco días me lo he repetido, frente al espejo y frente a tu retrato, para creerlo: nunca fuimos a México, nunca regresé a Europa, nunca llegó el día de tu muerte, nunca el día en que, como ahora, aún estoy viva. Pero sesenta veces trecientos sesenta y cinco días el espejo y tu retrato me han repetido hasta el infinito que estoy loca, que estoy vieja, que tengo el corazón cubierto de costras y que el cáncer me corroe los pechos.
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Y cuando llega el último día, el día de tu muerte, todos los días de tu vida se vuelven uno solo. Y resulta entonces que tú, que todos, hemos estado muertos desde siempre.
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Y me entregó, el mensajero, y de parte del Príncipe y la Princesa Salm Salm un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas.
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Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.
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Como agua para chocolate