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Crítica de Guille63


Guille63
13 March 2023
Érase una vez que se era una casa de campo “semejante a un dragón de entrañas constituidas por pasadizos y salones dorados y alfombrados capaces de digerir a cualquiera”.

Donoso elige la fábula como forma de contarnos esta historia tan vieja como el mundo. Una fábula que nos llega a través de un narrador deseoso de inmiscuirse apostillando sobre lo ocurrido, dosificando la información a su gusto, adelantándola si lo cree conveniente y hasta hablando con un personaje o enredando al lector en sus dudas acerca de la forma en la que es narrado este cuento en el que lo que acontece es símbolo de otra cosa bien distinta pero en todo semejante a lo simbolizado.

En su estilo, la novela es un maravilloso ejemplo de la escritura elegante, profunda, culta, de fácil lectura y siempre original que caracteriza la obra del autor. El fondo, la sociedad y los hechos que describe, aunque con referencias explícitas al golpe de estado chileno, es aplicable a muchas otras historias que se han sucedido desde que el mundo es mundo:

Una oligarquía representada por los adultos de la vieja familia de los Ventura y Ventura —los grandes—, orgullosos de su historia y situación distinguida, que viven en la creencia de que su excelencia y superioridad les hace acreedores de todos sus privilegios, salvadores de una patria que no dudan en vender cuando les conviene, traidores a los suyos cuando se presenta una situación propicia, creadores de límites y leyes que cambian a capricho sabedores de que son estas las que crean la realidad y no al revés. Esencialmente corrupta, el robo, el expolio es “consagrado por la costumbre y elevado a la categoría de arte (…) quehacer propio de pontífices (…) evidencia de que todos los engañados son inferiores (…) siempre y cuando no se le diera el nombre de lo que era”, pues las apariencias deben guardarse religiosamente.

“… para los Ventura el primer mandamiento era que jamás nadie debía enfrentarse con nada, que la vida era pura alusión y ritual y símbolo, lo que excluía indagaciones y respuestas aun entre los primos: se podía hacer todo, sentirlo todo, aceptarlo todo siempre que no se nombrara…”

Una oligarquía que sabe del poder del miedo para alimentar la represión, evitar disidencias y conseguir que todo permanezca inalterable. Para ello cuenta con la inestimable ayuda de unos enemigos, que serán inventados si entre sus dones no se cuenta el de la existencia, sobre los que proyectar sus terrores y encarnar el peligro siempre acechante que legitimará su opresión. Este papel lo juegan aquí, además de las gramíneas que se extienden como una plaga por los campos colindantes, los nativos — también llamados antropófagos—, la clase explotada y reprimida que vive más allá de la reja de dieciocho mil seiscientas treinta y tres lanzas que rodea la propiedad, imprescindibles para la explotación del oro, fuente de riqueza de la familia, y que sufren una situación de mera subsistencia que les anula por completo. Un solo adulto se interesará por ellos y les prestará ayuda, el advenedizo casado con la mujer más tonta de la ilustre estirpe, al que mantendrán encerrado en uno de los torreones de la casa.

La oligarquía mantiene un ejército de sirvientes encargado de imponer la disciplina entre los niños a costa de lo que sea, pues bien saben que, pese a todas las precauciones, siempre pueden aparecer elementos subversivos que habrá que reconducir o eliminar.

Para intentar mantener la adhesión, tanto de los sirvientes como de los niños, la oligarquía cuenta con un arma invisible pero poderosísima: la esperanza. Los niños llegarán algún día a ser grandes, los sirvientes conseguirán ascender gracias a sus méritos. Es el gran engaño: las élites de nuestro mundo han conseguido que los pobres no se crean tales y se consideren ricos en potencia y así abracen sus intereses en la ingenua e ilusoria esperanza de que algún día ellos mismos se aprovecharán de tales privilegios. Funciona… y como.

Y por último pero no menos importante, más bien todo lo contrario, está la clase media-media alta cuya representación corre a cargo de los 35 niños, 33 en realidad, a los que el autor, fabulando, otorga nombres nada comunes y una clarividencia y elocuencias inverosímiles para su edad. Como toda clase media que se precie, el grupo de los niños está caracterizado por su heterogeneidad, hay héroes y villanos más allá de aquellos que exhiben una “neutralidad disolvente”, hay líderes y seguidores, hay quién se sacrifica por el grupo y quién intenta aprovecharse de él, hay quien tiene conciencia social y política y quién solo aspira a mantener el status de sus mayores, quienes se rebelan frente a los atropellos y las injusticias y quienes tienen una “respetable vocación para el olvido”. Los niños juegan a aprender sus roles de adultos en esa fantasía dentro de la fábula que es La Marquesa Salió A Las Cinco (*), un espacio lúdico donde todo es posible, donde los mayores no ejercen autoridad ni sus reglas tiene que ser acatadas pero tampoco cuestionadas, donde cada uno va ocupando su lugar, donde ocurre todo aquello de lo que no se puede admitir su existencia.

Una clase media que tiene la oportunidad de ocupar el poder, pese a la oposición de algunos, pese al expolio de la casa por otros, pese a la desidia de muchos, un poder que no se ejerce de la forma más inteligente, que no consigue aglutinar intereses, “…todo era titubear, exigir apoyo y simpatía, admiración y alianza, fluctuando entre alarmantes soluciones extremas de autoritarismo y debilidad”, ejercido con mucha ingenuidad y, por todo ello, abocado al fracaso.

Como siempre, solo otra oligarquía podrá acabar con la anterior haciendo bueno aquella famosa y sabia máxima de «Cambiar todo para que nada cambie».


(*) Paul Válery aseveró que nunca escribiría en una novela «La marquesa salió a las cinco». Años más tarde, Julio Cortázar iniciaría 'Los Premios' con dicha frase, y Claude Mauriac llegó a utilizarla como título para una de las suyas.
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