Ruido. Eso es lo único que nos rodea. Masas informes de cuerpos enfundados en trajes demasiado estrechos, sobre tacones demasiado altos, tras máscaras demasiado rígidas que, a fuerza de añadir capas de maquillaje, ya no saben sonreír. Tiempo. El que nos roban y nos exigen. Relojes que avanzan a la velocidad de una luz que se extingue sin que podamos poner un pie en la calle. Fluorescentes que acentúan nuestra palidez y la resaca de las noches vacías, llenas solo de agotamiento. Homogeneidad. de eso se trata. Acumular números y más números entre los que nos encontramos. Perder el nombre y el rostro, la identidad. Destacar para mantenerte en lo alto de la pirámide y no ver la base, para no ser arrastrado por la corriente que crece y que se lleva por delante a los más débiles. Hacerte un sitio en la jungla. Y después de todo eso: nada. Un mínimo error y serás condenado al ostracismo. La montaña que has escalado se abrirá y de ella solo saldrá lava, rocas ígneas, cenizas que se llevará el viento. La ciudad no es un campo de batalla pero también hace rehenes. |