La mujer de blanco

"Las mujeres somos tan tontas que no sabemos entretenernos solas durante las comidas."
(No te lo crees ni tú, querida)

El auténtico misterio, para mí, es que este libro sea considerado fascinante, hechizante incluso, para tantas lectoras a lo largo de los años y años que pesan como la(s) losa(s) de Limmeridge sobre este novelón que puede conservar un interés histórico como el entrecruzamiento de puntos de vista para solventar una supuesta investigación judicial (lo que parece ser el punto fuerte del autor) pero, ¿considerarlo una lectura apasionante? Una vez más debo declarar mi incapacidad, que no mi resistencia.

Siempre consideré a Collins como el amigo tonto de Dickens: lo que en el inmortal novelista es a veces burdo es en aquel sencillamente penoso y sonrojante; lo que en el autor de la pequeña Dorrit puede resultar excesivamente verboso es en este tedioso sin paliativos; las diatribas irónicas carecen aquí de gracia alguna y, lo peor, aquellas imágenes sutiles, logradas o conmovedoras se encuentran ausentes por completo en lo escrito por "el amigo Wilkie". Cuando la tristemente extinta Montesinos recuperó en los 80 la obra de este victoriano tuve a bien regalar a mis familiares alguno de sus libracos, para descubrir con horror después que eran inanes en extremo. Decidí darle otro reto en uno de mis clubes de lectura (no diré en cuál) por aquello del "no eres tú, soy yo" y ¡Ay! sí soy yo el desanimado por la renqueante y previsible trama, el estomagado por las reflexiones de los personajes (beligerantes y también contradictorias) sobre el romanticismo o la Nueva Mujer, el consternado ante la relación impresentable del profesor de dibujo y su discípula y, más aún, el destino de tía solterona al que aboca lo único inolvidable y realmente valorable de este librote: Marian Halcombe. Lo dicho: una vergonzante parodia de literatura. Sin perdón. Nunca máis. No more, Mr. Nice guy.